El ethos político del Café y el café


Cuando nuestra singular amistad, esencialmente epistolar, podía coincidir en eventos continentales, encarábamos safaris culturales de recolección de grafitis, para rematar en horas y horas de interminables conversaciones de Café, cafecitos de por medio. -Estos lugares tienen un ethos democrático- solía decir Eduardo Galeano, mientras trazaba en servilletas mapas de los Cafés, y los cafés, como queriendo establecer cartografías de los no-lugares donde se hacen, al mismo tiempo que se rompen, los estereotipos contemporáneos a veces más imaginados que reales, conectando a la realidad, la política, las socializaciones, las rutinas dialogales, la creatividad sin límites, la conspiración, el debate acalorado, los chequeos furtivos, la escritura sentipensante y los chismes inmisericordes, faltaba más.
Ciertamente, los Cafés son espacios contemporáneos de socialización, de comunicación y de imaginación donde se conjugan representaciones creativas de la memoria histórica, la historia existente y la historia soñada. Esta identidad se acompaña de la innovación permanente con las tecnologías que ofrecen facilidades de conectividad de ciberciudadanos que convierten al Café en un tejido cultural y político de burbujas sociodigitales, junto con diálogos cara a cara, en dinámico multi-movimiento para infinidad de temas. No es posible entender el ethos del Café sin explicar su relación conversación - tecnología - socialización - degustación, como el ingrediente sustantivo de conocimientos made in cowork, siempre cafecito de por medio.
También los cafés se reinventan permanentemente, experimentando multiplicidad de fórmulas cada vez más sabrosas y pluralistas. Se los sirve con gotitas de leche, con canela, con chocolate, con gin, con jengibre, con vainilla, con naranja o con cuantas posibilidades sean imaginables. Tienen su propia personalidad estética, simple, familiar, cotidiana, sin los atavismos ni las sofisticaciones de otras socializaciones culturales y políticas como la hora del té que exige por protocolo el dedo meñique levantado. Por eso, se dice que el café y el Café son el aroma y el espacio del diálogo desacartonado, de la presencia coloquial y de la política desjerarquizada.
El ethos, identidad o personalidad del Café -ese espacio público de mesas pequeñas, aromas adictivos, conversaciones que se entrecruzan sin anularse, encuentros casuales o concertados y accesos irrestrictos de comensales de todas las sangres-, radica en su capacidad para el encuentro, la exposición, la escucha, el diálogo o el debate, en conversaciones de café (valga la redundancia) que versan sobre la infalible resolución imaginaria de tuti quanti tema ha habido o podría haber. No hay tema sin solución, allí se arreglan todos los entuertos, desde la cura del cáncer, la resiliencia ambiental, el pago sin intereses de la deuda externa, la superación pacífica de la conflictividad política y la paz mundial. Es parte de su identidad, el Café es el lugar de la política distendida, apropiada por quien quiera opinar, y de lo que quiera opinar, sin exclusiones. Claro que, como todo exceso, conlleva el riesgo de ser nido de una casta de políticos de Café, y por eso el cafecito no puede desarraigarse de su conexión con la vida, vivida y por vivir.
Por los temas y la forma como se abordan, el Café es el ágora de nuestros tiempos, generador de ideas y de intercambios múltiples. Es el espacio más representativo de la comunicación, porque se aplican como en ningún otro los principios de escuchar para hablar, del diálogo participativo, del debate argumentado, del ejercicio de la libertad de pensamiento y de expresión y de la presencia disruptiva de prosumidores –productores/consumidores-. El Café es asimismo un lugar de abstracción en el bullicio, para convertirse en centro de inspiración y de escritura, ¡Cuánta poesía ha nacido en sus mesas!, ¡cuántas proclamas políticas se han elaborado en sus ambientes! Solía decir Galeano que, en medio de la vorágine, el Café es un lugar de concentración, escritura y meditación donde salvo saludos al paso, uno puede estar sin estar, estando sin ser interrumpido.
Sin el ánimo de hacer apología del Café, reconozcamos que tiene un ethos conversacional, de reencuentro social y de debate político sobre temas de la vida cotidiana y de las disputas por el poder, energizados por un cafecito quita sueños, para constituir sabores y diálogos superpuestos, narraciones compartidas, discusiones abiertas con continuidad, asiduidad y consecuencia, improvisada o minuciosamente preparadas, y sin el protocolo de las mesas y de las salas de las entidades políticas y públicas tan jerárquicas y previsibles, sino con la frescura del encuentro ciudadano. El Café es, en definitiva, el espacio donde sacamos el animal político que llevamos dentro.
Recordando a Galeano y extrañando nuestras conversaciones de Café, me pregunto: ¿En estos tiempos de construcción social de la realidad desde las bases hasta las cúspides, se imaginan a las sedes de los partidos políticos y de las instituciones públicas como espacios abiertos a la presencia ciudadana y con un funcionamiento de coworking para el encuentro? ¿Se imaginan los conflictos sociales buscando resoluciones con el sabor de un café y la dinámica de un Café? No, no estoy proponiendo llevar los desencuentros políticos a los Cafés porque sin duda que ya están ahí, resolviéndose, sino de apropiarse de su ethos basado en el diálogo, en el debate con argumentos, descarnado, sin censuras, escuchando, hablando claro, generando conocimiento crítico, con transparencia, imaginando soluciones y provocando acuerdos, además con los aromas reconfortantes de la vida, cafecito de por medio.


Adalid Contreras es Sociólogo y Comunicólogo