Desde que la ola inicial de Ómicron decreció y la inflación reemplazó al COVID-19 en los titulares, el debate sobre la reapertura se ha resuelto en gran medida a favor de quienes abogan por ella. Pero el debate sobre la sensatez de la reapertura y del abandono del uso de las mascarillas no ha desaparecido. A medida que los casos de COVID-19 aumentan otra vez, todavía hay un electorado que piensa que demasiada normalidad es un error de salud pública.
Últimamente, este electorado ha cambiado un poco su enfoque, de los peligros de muerte (disminuidos por la vacunación y la inmunidad) al peligro del COVID- 19 persistente o prolongado, el tipo crónico y potencialmente debilitante de esa enfermedad. En un ensayo reciente del Washington Post, el experto en políticas de salud Ezekiel Emanuel escribió que "una posibilidad de entre 33" de presentar síntomas prolongados de COVID- 19 aún basta para que el experto siga usando una máscara N95 y se mantenga fuera de restaurantes cerrados y de trenes y aviones tanto como sea posible.
Como admite Emanuel, hay mucha incertidumbre en torno al COVID-19 persistente. Al igual que con muchos problemas, también hay un efecto de conglomeración intelectual notable: es más probable que las personas que aún están a favor de las restricciones pandémicas enfaticen sus peligros, mientras que los escépticos del uso de la mascarilla y de las restricciones parecen más propensos a sospechar que es una especie de hipocondría de los demócratas.
Soy, desde que las vacunas se hicieron disponibles de manera general, una paloma pandémica que felizmente se arrancó la máscara una vez que los aviones dejaron de requerir su uso, lo que debería prepararme para el escepticismo sobre el COVID-19 persistente. Pero al mismo tiempo, también tengo un conocimiento considerable sobre las enfermedades crónicas y sus controversias, basado en una experiencia personal, lo que me convirtió en un creyente del COVID-19 persistente desde el principio: su alcance es incierto, pero es claramente real y, a menudo, terrible.
Desde la perspectiva de Emanuel, no debería estar en las dos posiciones al mismo tiempo. He experimentado en carne propia lo grave que puede llegar a ser una infección crónica: ¿Qué hago comiendo fuera, subiéndome a aviones con la cara descubierta y escribiendo esta columna sin usar un cubrebocas mientras estoy en una cafetería? Es una pregunta interesante, y me inspiró a hacer algunos cálculos matemáticos sobre un tipo diferente de riesgo: el riesgo que corre mi familia al seguir viviendo en Connecticut, un semillero de la enfermedad de Lyme, mi propio visitante crónico no deseado.
Las estimaciones de la frecuencia con la que la enfermedad de Lyme se vuelve crónica oscilan entre el 5 y el 20% de los casos. Digamos que es un 12% y obtendrás un riesgo cuatro veces mayor que la estimación del 3% que hizo Emanuel para el COVID- 19. Pero afortunadamente, la enfermedad de Lyme no se transmite por el aire, por lo que el riesgo de contraerla es mucho menor en primer lugar.
¡Pero! Aquí en Connecticut, la incidencia es al menos tres veces mayor que el promedio nacional en Estados Unidos, y además hay seis personas en mi hogar por las que debo preocuparme. Por lo tanto, las probabilidades de que cualquiera de nosotros se infecte en un año podría estar cerca de 1 en 40. Combina esa cifra familiar —tal vez un pequeño engaño estadístico, pero definitivamente me preocupo más por mis hijos que por mí mismo— con las probabilidades algo más altas de que la enfermedad de Lyme se convierta en crónica, y nuestros riesgos están en el mismo escenario general que los riesgos del COVID-19 persistente, los mismos que Emanuel considera inaceptablemente altos.
Una enfermedad crónica es un gran flagelo que el COVID-19 persistente ha ayudado a sacar a la luz y que clama por un mejor diagnóstico y un mejor tratamiento. Pero hacer los cálculos y conocer el peligro no me impedirá mostrar mi rostro en los aviones y en los restaurantes o que mis hijos caminen, con cuidado, espero, en los parques estatales de Connecticut.
Ross Douthat es columnista de The New York Times.
El COVID-19 persistente
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