Entra una chica a un bus atestado. Con gente en el pasillo agarrándose de donde puede. Hasta delante hay un muchacho sentado que al verla subir y quedar parada a su lado se pregunta: ¿debería levantarme para cederle el asiento? No -se responde a sí mismo-, pensará que soy un macho ignorante de la aptitud que tienen las mujeres para resistir todo tipo de embates; y que mantenerse en pie, pese a los frenazos y empujones, será la menor de sus proezas. Aunque pensándolo bien –intenta convencerse- si no le brindo mi cómodo espacio, sospechará que soy un machirulo de manual que, en un intento por mostrar un poder patriarcal, me mantengo en mi sitio tan solo con el ánimo de hacerla sentir en una posición inferior. Finalmente, sin saber qué hacer, el conflictuado joven decide hacerse el dormido.
Las mujeres ya gozábamos de un nivel de complejidad emocional superior al de ellos, pero buena parte del feminismo de estos histéricos tiempos está inoculando a nuestro género códigos que ni el criptoanalista británico Alan Turing podría ya descifrar. Y estamos pasando de ser lo que Simone de Beauvoir llamó el segundo sexo, a ser el sexo intratable. Les arrebatamos el protagonismo a las mujeres que en verdad sufren, porque han recibido amenazas y maltratos de hombres canallas, y en vez de protegerlas, las instrumentalizamos. Todas queremos ser víctimas. El problema es que no hay suficientes victimarios.
Hace unas semanas en una mesa redonda compuesta por participantes femeninos y masculinos (van a disculpar mi reducción "binaria", pero es la única que se me viene a la cabeza. Igual que al profesor español de biología al que acaban de echar de una escuela pública por decirles a sus alumnos que científicamente solo existen dos sexos), una de las mujeres debatientes comenzó exponiendo su punto de vista sobre el tema en cuestión. A continuación, uno de los hombres inició la discusión exhibiendo su punto contrario. Acto seguido, ella lo culpó de ejercer mansplaining (término en boga que significa "explicar algo a alguien, especialmente un hombre a una mujer, de una manera considerada como condescendiente o paternalista"). De ahí, en los siguientes largos cuarenta minutos, ninguno del resto de los hombres concurrentes le alegó nada a la susceptible interlocutora. Luego, la queja de ella fue que ni uno de esos machos se dirigía a ella por el mero hecho de ser mujer y que, claro, la estaban discriminando.
No hombres necios, aquí no hay salida. Les sucede lo que a aquel granjero al que un desconocido llega a preguntarle cómo alimentaba a sus cerdos y que cuando respondía que con desechos y cualquier porquería, el interrogador sacaba su carnet de la organización protectora de animales y le cobraba una multa por maltrato animal. Meses después, aparecía un tipo a preguntarle al ya avistado criador qué le daba de comer a sus cerdos, a lo que con voz triunfante contestaba que con trufas negras que él mismo separaba para ellos; y algunas otras delicatesen. El inspector mostraba entonces su membrete de Unicef y le chantaba una multa por alimentar a unos animales con fina comida mientras había niños en África muriendo de hambre. Al quinto mes, cuando un tercer visitante la preguntaba al mismo granjero de qué se alimentan sus cerdos, él -harto y vencido- respondía que les daba a los puercos unos cuantos euros para que se compraran lo que quisieran y dejaran de joder.
Y es que pronto las mujeres solo tendremos dos opciones de trato hacia nosotras: la violenta, que seguirá viniendo de los auténticos machos, o la indiferente, que vendrá de los hombres que dejarán de saber cómo relacionarse con nosotras sin pelarla.
Mientras escribía esto, recordé el enojo público de Arturo Pérez Reverte -que podrá ser tachado de colérico pero no de superficial-. El escritor entraba a una librería y coincidió con una mujer que venía en el sentido opuesto. Ya en la puerta, él le dio el paso. Ella solo atinó a espetarle que esa era una actitud machista. El escritor no pudo, por la misma buena educación que lo había guiado segundos antes, decirle a esa "cretina de concurso" que ceder el paso era un reflejo instintivo y que no tenía que ver con que ella fuera mujer. De haber entrado primero él al lugar (lo sabemos), habría sido apuntado como un macho patán.
Ciertamente, sí tiene que ver con que seamos mujeres. Así como no se nos puede calificar de corruptas, aunque podamos serlo; ni se nos puede rebatir un argumento, por muy razonado que este sea, tampoco se nos puede ya hacer un piropo, ni felicitar el 8 de marzo. Al exalcalde de La Paz se lo acusaba -en algunos círculos- de machista por tomarle "todo el tiempo" la mano a su esposa (a la que, por lo demás, se le veía contenta). Afortunadamente, él no cayó en las fauces de esa impostura cada vez más despistada, que apuesta por una falacia con tal de rellenar su causa. Una causa justa que merecería mejores representantes.
No es un acto machista darle el paso a una mujer; ni discutirle en un debate. Y menos lo es, cederle el asiento en un bus. Aunque si quieren un consejo aquellos hombres necios, que siguen intentando el respeto, quizás lo mejor para ellos sea, cuando estén cerca de alguna mujer, hacerse los dormidos.
Hombres necios sin salida
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