Mi primer reflejo cuando veo por primera vez a alguien, es fijarme en sus zapatos. Esa impresión inicial me dice qué tipo de persona es. Aunque quedo abierta a las pruebas en contrario, me hago una idea de su sencillez o su inclinación por los estilos; de su tosquedad o elegancia; de su prolijidad o desparpajo; de su confianza o alguna afectación. En fin, el calzado me dice mucho más que un saludo, porque no oculta ningún anhelo incumplido. De ahí que, cuando la anterior vida lo permitía, me gustaba sentarme en lugares públicos y observar de qué iban los pies de la gente. Como un fetiche desde el voyerismo.
Sin embargo, hace mucho llevo pensando que es el modo de conducir el que devela el carácter de uno. No creo que haya parámetros generales dentro de los que cada conductor se comporte, sino más bien formas particulares y tan individuales como la personalidad de quien agarra el volante.
Es casi una metáfora. Como si en una ida al mercado, la oficina o el colegio se escaparan de nuestra memoria todas las vivencias recogidas desde del útero. Nuestro cuerpo se desata y exuda frustraciones, deleites, ansiedades, empatías, molestias, excitaciones e incluso despreocupados egoísmos. Replicamos lo acumulado. Lo aprehendido. Lo sufrido. Y ahí estamos, los que vamos educando y reclamando al resto que cumpla las normas; los que nos fascinamos hostigando a algún ciclista (al que sabemos menos poderoso); los que, sin hacer daño, pero prescindiendo de los demás, preferimos andar por nuestra cuenta; o los flemáticos que acostumbramos -como la tortuga de Esopo- a llegar al destino sin los aspavientos ni atropellos de la veloz liebre.
Intenten hacer el ejercicio de situar la conducta de sus seres cercanos y luego hagan de copilotos. Reconocerán al tío pesimista que se amarga porque algún idiota se saltó la fila o no encendió las luces direccionales para girar hacia otra vía. Verán a la prima ecologista que se ocupa del calentamiento global, pero no se entera de los transeúntes a los que fuerza a retroceder para esquivar su indiferente manipuleo del timón (porque los hay quienes se preocupan por la humanidad pero no por el ser humano). Posiblemente también encuentren al hijo. Ese al que esperan en el boliche de moda con la botella de whisky marcada con su nombre, rebasando a cuanto ingenuo se deje, mientras una estela de ruido estridente -que intenta ser música- invade la avenida.
Déjenme precisar que antes de lanzar estas conclusiones, realicé sendos experimentos. Comencé con estudios familiares y seguí con amigos. No ha existido ningún margen de error. De modo que el método es efectivo. Eso sí, no puedo exponer los resultados. Cada uno de los casos estudiados, los recibirá por separado en sobres cerrados.
El autoexamen –que contó con observadores algo más fiables que el exjuez Garzón y sus amigos del Grupo de Puebla-, lo aprobé hace buen tiempo. Quienes me conocen y acompañan mi ruta, saben que no tomo atajos y que opto siempre por la vía segura, aunque tarde más. Que intento no saltarme ninguna señal, y que no ceso de ver los retrovisores para extrañar lo que dejo atrás. Que ruego por auxilio aunque la pérdida de dignidad sea el precio. Y que como la Fiona de Shrek, muto de princesa a ogro con el primer gesto de prepotencia, venga del coche que venga.
Los automóviles encapsulan entretenidas conversaciones, aventuras amorosas, regaños paternales y canciones infantiles. Pero es el espíritu de quien conduce, el que más cómodo se siente ahí. Dicen que para llegar a conocer bien a una persona, uno tiene que haber consumido junto a ella un costal de sal. Yo me conformo con que esa persona me lleve a dar una vuelta a la manzana. En auto, claro.
Dime cómo conduces…
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