En Bolivia vivimos esta pandemia en dos tiempos. Un primer momento nos refiere a la primera ola de la pandemia entre marzo y octubre de 2020. Y un segundo tiempo podría ubicarse desde noviembre hasta la actualidad.
La ruptura institucional en Bolivia, a finales de 2019, fue producto de una estratagema política que utilizó e impulsó la polarización afectiva de la sociedad boliviana, que venía produciéndose debido a la desobediencia de la voluntad popular expresada en 2016. El gobierno llamado a reparar las heridas de esta polarización, fomentó persecuciones estatales, judiciales y civiles rematando así los restos de convivencia democrática que quedaban. Su estilo persecutorio y la falta de experiencia nos dejaron absortos en la paralización de la vida: vivimos una primera ola sumergidos en el miedo. Con militares pavoneándose por las calles, sin certidumbre, sin clases, sin trabajos, sin vida social; no teníamos idea de dónde estábamos parados y, sobre todo, no existía nada más que la pandemia. Quizá eso hizo que el ánimo comunitario se desempolvara —así como cuando suceden las tragedias— y se empezó a materializar en solidaridad a varios niveles. Y no solo acá, a lo largo del mundo, las canciones, los aplausos, las redes de apoyo, los mensajes de optimismo fueron la tónica de ese tiempo, junto con el miedo y el dolor que rondaban incesantemente.
Un primer respiro de ese tiempo lo trajeron las elecciones, un gobierno y una asamblea electos democráticamente avizoraban —cuando menos— legitimidad y acompañamiento de una mayoría en la toma de decisiones. Pero rápido la segunda ola acudió a sacudirnos de forma más adelantada de la que se esperaba. Este Gobierno, conociendo bien los errores que no se pueden cometer, focalizó gran parte de sus esfuerzos en dos ingredientes de su estrategia: pruebas antígenas y vacunas. Digo focalizó porque lastimosamente las gestiones educativa y sanitaria, entre otras, parecen haber quedado lejos del radar. Los problemas de coordinación intergubernamental con otros niveles de gobierno también siguen ahí y ojalá una nueva camada de autoridades pueda liberar del letargo a la gran mayoría de gobernaciones y municipios.
El detalle acá es que ni las medidas fueron las mismas en los dos tiempos y tampoco lo es nuestra sociedad. A diferencia del año pasado, de alguna manera, hemos entendido y decidido que no se puede vivir en la parálisis. No obstante, al igual que varios países en el mundo, padecemos a estas alturas de un desgaste emocional de dimensiones. Lo que se ha denominado "fátiga pandémica" se constituye una nueva amenaza para una sociedad agotada económica, mental y emocionalmente que, además, no ha tenido la oportunidad de sentarse a dilucidar en qué momento se polarizó hasta el resquebrajamiento debido a la política.
Cuando pudimos salir a la calle, ya no era la misma. Los golpes, las patadas, los bocinazos, la irritabilidad, los gritos, la beligerancia, son nuestra nueva realidad social en esta batalla por la supervivencia. Mermados ya los recursos económicos y los incentivos emocionales, la solidaridad pelea por existir por sobre la apatía. Somos expertos en demandarle al Estado sus acciones y entonces la pregunta es: ¿cuál es nuestro rol en todo esto? Si la respuesta es que optamos por basurear las vacunas que llegan, difundir y creer desinformación, politizar baratamente todo y, encima, participar en reuniones carnavaleras o escoger viajar por placer, la tercera ola no solo vendrá más rápido sino que también nos irá dejando más rotos y beligerantes como comunidad. Y, sin reflexionarlo, nos habremos vuelto legiones de personas que en vez de usar barbijo golpean a quien los cuestiona e inmediatamente se indignan de este acto desde sus redes.
Verónica Rocha Fuentes es comunicadora. Twitter: @verokamchatka
Beligerancia pandémica
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