La muerte y otras sorpresas


Gustavo Aliaga tuvo la pésima idea de morirse. De sus virtudes como diplomático, amigo, padre y cultor de un humor fino y sagaz, se han inundado las redes sociales. Sin duda que era un hombre que sabía como hacerse querer.
En los casi cuarenta años que cultivé su amistad, no le conocí enemigo alguno, tal vez uno que otro adversario circunstancial. Sin embargo, practicaba la sentencia fundamental de que olvidar lo malo, también es tener memoria, y así se desprendía con mucha facilidad de rencores o agravios.
Amaba a Bolivia como pocos y soñaba con verla majestuosa entre las naciones. Creía con firmeza, que teníamos los recursos humanos y naturales como para erigirnos como una gran potencia sudamericana. Era un optimista inveterado y la persona ideal con quien tomarse un café para levantar el ánimo y proseguir este camino tan pedregoso que es la vida.
De hecho, hace un par de días, nos prometimos ese café, que lamentablemente ya no lo podremos compartir en este mundo.
No sé donde te fuiste, querido amigo, pero allá donde estés, espero que existan carreteras y fronteras para explorar, hamburguesas, batidos de frutilla con leche, pero sobre todo tertulias amenas, gente inteligente y amable como tú, para que sigas con ese oficio esencial que supiste cultivar: alegrar los corazones con gran ternura incondicional.
Chau, querido hermano, que el viaje te sea leve y llegues al destino que te supiste ganar y que mereces.